Todas tenemos una lista de
lugares en el mundo que morimos por conocer, o que ya conocemos y nos gusta
tanto, que cada vez que podemos, nos hacemos una escapadita.
La verdad es que, en este
sentido, yo no soy original: muero por París y me encanta Nueva York, como al
99% de las mujeres que conozco.
Pero hay lugares en el mundo que
se nos meten debajo de la piel. Uruguay, para mí, es uno de ellos. Particularmente, sus playas me pueden. No son de aguas turquesas, ni de arena
blanca, pero tienen un je ne sais quoi que me transmite paz y tranquilidad.
Uruguay no me gusta sólo por su
movida esteña durante el verano. Me gusta por su simpleza, por la amabilidad de
su gente, por sus kilómetros y kilómetros de playas desiertas, por sus brótolas
al roquefort y su invitación al relax.
Curiosamente, uno de mis
programas de cocina favoritos, Trocca a la Fontán, se trasladó a José Ignacio.
Podría pasarme horas mirando a los dos chefs preparando todo tipo de platos
frente al mar. Fantaseo con estar ahí con ellos, cocinando copa de vino en
mano. Cada capítulo no hace más que alimentar mis ganas de volver.
Uruguay me recuerda a mi
infancia, ensalza mi presente y me susurra el futuro. Me regala atardeceres
reflexivos y noches frescas. Sueño con una vejez frente al mar, caminando
descalza por la playa, compartiendo anécdotas con familia y amigos.
Uruguay me hace feliz. Hace nueve
meses que no lo visito y ya se me está empezando a colar la nostalgia.
A mi también me encanta el país vecino. Por su gastronomía, por su belleza, por su limpieza, por su prolijidad, por su seguridad y -especialmente- por el RESPETO y SERIEDAD que tiene su gente.
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