sábado, 23 de julio de 2011

En busca de la vocación perdida


Cuando era chica, participaba ocasionalmente en una banda rock. Canté en fiestas, bares y boliches. Siempre me gustó cantar, bailar y actuar. Lo llevo en mi ADN.

Los años pasaron y, junto con el comienzo de mi carrera universitaria, mi tiempo libre comenzó a hacerse escaso y mis pasiones fueron relegadas.

Siempre me dije a mí misma, a modo de auto consuelo, que más adelante retomaría aquellas actividades que tanto me gustan.

Pero no. La vida me llevó por otros caminos y me sumó responsabilidades.

En la inercia, no nos damos cuenta de que los años nos transforman en personas más serias y cargadas de obligaciones. Raramente nos detenemos a pensar qué queremos hacer en realidad de nuestras vidas.

¿Cómo pasé de estar arriba de un escenario a estar detrás de un escritorio?

Claro que no podemos dejar de lado las responsabilidades, pero tampoco es sano ahogar la vocación cuando no resulta lo suficientemente convencional.

Mis padres siempre me alentaron a elegir una carrera profesional “útil y seria”. No me arrepiento de haber estudiado abogacía porque me ha brindado muchas herramientas para encarar los problemas que se presentan.

Aún así, siempre me sentí una artista, y mi felicidad plena viene solamente de la mano del arte. Por eso escribo, bailo frente al espejo con mis amigas y canto sola en mi cuarto.

Conozco a miles de mujeres así. La que le gusta la ropa y estudia una carrera convencional, pero termina diseñando vestidos, la que estudia arquitectura y termina decorando interiores, la que estudia abogacía y después se pone un negocio.

No se puede reprimir la vocación, sin embargo, no todos lo comprenden.

Qué difícil que es decidirse a hacer lo que nos gusta, animarse a cumplir los sueños.

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