viernes, 7 de octubre de 2011
La clave
Hace unos minutos, llegué a mi casa luego de una salida con mis amigas.
Primero fuimos a comer a un restaurant de comida vietnamita. Cuando terminó la comida, una de mis amigas sugirió que fuéramos a no sé cuál bar.
Cuando llegamos al lugar en cuestión, confieso que sentí un poco de miedo. El barrio no era muy lindo, llovía y estaba un poco oscuro. Caminamos hasta un edificio viejo con una puerta de lata negra. Una de las chicas tocó la puerta y un señor extraño abrió levemente.
“Creo que el código es 423”- le dijo mi amiga al señor de la puerta.
Entonces nos hicieron pasar. Caminamos por un pasillo, hasta llegar a una cabina vieja de teléfonos. Yo, para entonces ya me imaginaba secuestrada. Pero para mi alivio, al atravesar la cabina, desembocamos en un bar bastante simpático (aunque tampoco tan paquete como para que anden poniéndole clave para entrar, que cosa tan ridícula).
Una vez sentadas, pedimos unos tragos y nos pusimos a conversar. Estando allí, con amigas de las que fui compañera del colegio, y a las que conozco desde hace años, comprendí que cada vez me cuesta más abrirme a las personas en general.
Extrañaba esa sensación de estar con personas que te conocen bien y te comprenden.
Lo cierto es que entenderte y sentirte cómoda con los demás, no es tarea sencilla, o al menos para mí.
Me cuesta mucho tener piel, o hacer click con la gente que conozco. Me resulta difícil relajarme de al todo.
La comunicación de alma con otra persona, es una experiencia que vivo sólo con algunas pocas amigas, familiares y con mi marido. Quizás por eso mi vida de relación es bastante acotada.
Entonces me di cuenta de que soy como ese bar pretencioso en el que estábamos tomando unos tragos: dejo entrar a muy pocos. Sólo a los que saben la clave.
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