Noche de julio en la ciudad de Buenos Aires. Afuera, ocho grados
de temperatura. En mi departamento, la calefacción ha logrado generar un
ambiente cálido y envolvente.
Mi cama, llena de almohadones, tiene las sábanas frescas,
blancas y crocantes. Todavía conservan algo de ese perfume de menta y jazmín
que les puse esta mañana.
En el baño me esperan velas y aceite de lavanda.
La pila de dvds y de libros sobre mi mesa de luz me están
llamando desesperadamente.
La tentación es casi irresistible. A medida que pasan los
años, cada vez se hace más difícil salir de casa. Más aún en invierno.
Invertimos tiempo y plata en hacer de nuestra casa un lugar
lindo, y después ése esfuerzo se vuelve en nuestra contra cuando la casa se
transforma en una especie de imán atrapante que no nos invita a salir.
Siete y media de tarde. Nada mejor que desmaquillarse, darse
un buen baño y ponerse el pijama. Abstraerse del mundo, relajarla por completo,
chez moi.
Pero no lo voy a hacer porque, así como mi casa es un lugar
agradable, está lleno de otros lugares agradables por descubrir en esta ciudad.
Así que a desempolvar las lentejuelas. No hay que permitir
que la comodidad le gane al espíritu joven. La primera caipiroska va a hacer
que todo valga la pena. Después les cuento.