miércoles, 24 de agosto de 2011

El lujo no es pecado


Hace unas semanas, fui a almorzar con una amiga. Pedí una ensalada con tomatitos secos, rúcula y salmón ahumado. Para acompañarla, además de agua, me pareció apropiado una copita de champagne. Mi amiga me preguntó ¿festejamos algo?

¿Por qué tengo que tener un motivo de festejo para tomar champagne?

La verdad es que me gusta darme lujos, pequeños o grandes. Te sacan de la rutina y te hacen la vida más entretenida.

Cuando paso por un período de mucho trabajo, intento recompensarme con algún viaje, aunque sea cerca. Me encanta cocinar, pero también disfruto mucho saliendo a comer afuera a algún lugar lindo. Otra cosa que me levanta el ánimo cuando estoy más o menos, es comprar un buen par de zapatos.

Sin embargo, he notado que socialmente no está muy bien visto darse lujos. La gente, en general, te mira con cara de “Ah, no te privás de nada…”

Yo pienso que la vida es una sola. Claro que primero siempre vienen las responsabilidades, pero también hay que saber mimarse un poco.

Ni siquiera hace falta gastar grandes sumas. Comprarse flores, hacerse una manicura, deslizarse entre las sábanas recién puestas, se me ocurren miles de formas de lujo que no son para nada caras.

En uno de mis libros favoritos, la autora, una francesa residente en Estados Unidos, compara la cultura norteamericana con la de Francia.

Ella explica que el lujo y el placer son nociones que los franceses tienen muy incorporadas a su vida cotidiana. Comen con su copita de vino, se toman el tiempo para sus rituales de belleza, gastronómicos y sociales. Los yanquis, por el contrario, suelen comer en carritos en la calle y, en general, no ven con buenos ojos el lujo y los gastos “inútiles”. Son más prácticos y productivos, sí, pero más aburridos.

No hay nada de reprochable en la sana búsqueda de placer. Mejor que vivir, es vivir bien.

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