Cuando preparaba mis valijas para viajar a Italia, ya
sabía que me esperaban cosas grandiosas, cosas que me dejarían estupefacta.
Italia nos recibió con sus brazos abiertos y, tal como lo
esperaba, me impresionó. Pero no hicieron falta cosas grandiosas para
impresionarme. No fue necesario ni el Coliseo, ni El David de Miguel Ángel, ni
la Catedral de Siena para conmoverme.
Una copa helada de prosecco y un plato de proscciuto frente
a la Piazza del Popolo en Roma, inauguraron nuestra estadía en Italia. Comprendí
que no necesitaría la guía ilustrada que había comprado en Buenos Aires con su
listado de monumentos y lugares de interés, para aprovechar mi viaje.
Italia está disponible, abierta, simple para el que
quiera zambullirse en su esencia.
Las trattorías se alinean en las calles con sus manteles
a cuadros. Los dueños se paran en la puerta y prácticamente te obligan a
sentarte a la mesa cuando uno pasa caminando.
Las vidrieras de vía Condotti despliegan su espectáculo
de elegancia a través de modelos perfectamente confeccionados con géneros que caen
con naturalidad.
La Toscana me conquistó el alma. No por sus pueblitos
medievales, ni por sus catedrales góticas, sino por sus paisajes verde intenso
y su olor a pino. Sus cipreses, olivos y viñedos son un poema. Los contemplo
desde mi ventana en una casa de campo que parece sacada de un cuento.
Las sábanas son blancas y frescas. Los jaboncitos en el
baño, hechos con aceite de oliva, dejan la piel brillante e increíblemente
suave. A veces pienso que los italianos tienen esa piel dorada perfecta por
consumir tanto óleo de oliva.
El vino de Toscana es aromático y misterioso. Se lleva
muy bien con el queso pecorino y la miel que degustamos en la Piazza de Siena.
Italia seduce por sus aromas, sabores y paisajes, más que
por su milenaria historia y sus monumentos imponentes.
Seguiré mi recorrido tratando de mimetizarme con esta
gente que entiende que hay cosas en las que vale la pena invertir tiempo, la
buena mesa y la buena vida.