Hace algunas semanas, mi marido y yo viajamos a Estados Unidos de vacaciones. Una noche, después de un largo día de playa, decidimos hacer una reserva en el restaurant del hotel.
La verdad es que tenía muchísimo hambre porque lo único que había comido en todo el día era una ensalada al mediodía.
La especialidad del restaurant era comida italiana, lo cual me hizo pensar que los platos iban a ser contundentes y abundantes.
Me senté en la mesa preparándome para pedir una montaña de risotto con portobellos, o alguna otra delicia similar.
La sorpresa vino cuando al abrir la carta me encontré con una serie de platos pretenciosos, y NINGÚN RISOTTO.
Me sentí un poco frustrada al descubrir que en ese lugar no iba a poder satisfacer el apetito voraz que me aquejaba esa noche. De todas maneras, ya estábamos ahí, así que me resigné y pedí la comida.
Tal como imaginé los platos eran muy pequeños, pero no por ello, menos exquisitos.
El primer plato, la polenta con salsa de hongos, era espectacular. El segundo plato, un pescado con espárragos y jamón crudo, realmente bueno. Y la torta húmeda de chocolate, un manjar.
Esa noche la cantidad de comida que mi organismo reclamaba, fue reemplazada por su exotismo y calidad.
Claro que al día siguiente fuimos directo a atacar una hamburguesa con papas fritas.
Así funciono yo. No puedo vivir comiendo comida sofisticada, pero la disfruto cada tanto. Así como tampoco soporto la comida chatarra muy seguido, pero de vez en cuando la necesito.
Me encanta comer afuera, pero nada como la comida hecha por una misma. Es cierto que me gusta comer, pero más me gusta cocinar.
La verdad es que soy tan abierta en el ámbito gastronómico, que por mucho tiempo me ha costado definir mi relación con la comida.
Recientemente encontré esa definición en una frase de Gwyneth Paltrow, dentro de su nuevo libro de cocina: “I like food”.
Tan simple.