Aprovechando la semana santa, y abrumada por una masiva cantidad de problemas en el trabajo, tomé la decisión de desenchufarme por unos días.
Planeo quedarme en casa, no revisar los mails y postergar todos mis pendientes para la semana que viene.
Pero existe una fuente de conexión con mis obligaciones de la que no me puedo desprender: mi teléfono celular.
Así es, me resulta imposible apagar el teléfono. No sé, me da miedo que sea una emergencia, entonces casi siempre atiendo. A veces no llego porque lo tengo lejos y me dejan el mensaje. Estamos en la misma porque no puedo no escucharlo.
Recién ahora tomé coraje y me animo a ponerlo en modo silencioso mientras duermo. Es todo un avance.
De todas maneras, me siento literalmente esclavizada por ese aparatito infame que suena todo tiempo.
Aclaro que tengo el modelo de teléfono más viejo y básico que existe en el mercado. Mi marido se ríe de mi insulto a la tecnología y me dice que tengo que comprarme un smart phone.
Yo pienso, además de que no me divierte nada la idea de que mi teléfono sea más inteligente que yo, ¿para qué quiero sumarle nuevas herramientas a mi adicción? ¿Para ser como esas personas que van por la vida embobadas apretando teclitas? No gracias.
Debo ser la única persona rara que, en la era de las comunicaciones, quiere descomunicarse lo más posible.