Hace unos días fui a inscribirme en un curso de francés. Después de hacer una larga cola en el departamento de alumnos, llegué un tanto crispada a un escritorio donde me atendió una señora muy amable. Demasiado amable, pensé en ese momento.
Es que la señora en cuestión me trataba de “bebé”: “Estos son los horarios, bebé”, “¿tarjeta o efectivo, bebé?”.
No es la primera vez que me topo con una de estas señoras que derrochan dulzura, y que en lugar de decirte “señora” o “señorita” poseen una amplia lista de sobrenombres confianzudos: “mi amor, querida, madre, madrecita, flaquita, gordita, negri, entre otras”.
Pero en esta oportunidad, me puse a pensar en todas las veces que me he quejado porque me atienden mal, en todas las veces que he tenido que soportar la cara de traste de una empleada, operario, funcionario o lo que sea.
Entonces me dije a mí misma, quizás estas señoras empalagosas sean una bendición. Bueno si, son cursis y cachudas, pero por lo menos están siempre alegres y transmiten buena onda.
No sé si me gusta que me digan “bebé”, pero la próxima vez que tenga que ir a pagar la cuota de francés, voy a ir bien predispuesta, porque la señora gordita que me atendió era de lo más atenta.